domingo, 18 de febrero de 2007

Nota, duración, intensidad…y timbre


Todo el mundo sabe que la música se expresa al menos a través de dos conceptos básicos: la nota y la duración. La nota (o tono) indica la altura tonal del sonido, y en última instancia se corresponde con con la frecuencia (fundamental) de vibración de una cuerda, un tubo o algún otro dispositivo emisor de ondas acústicas. La duración, por otro lado, se refiere a cuánto tiempo está el dispositivo emitiendo las ondas.

Desde un punto de vista puramente acústico estos parámetros se definen en valores absolutos, es decir, hertzios (para la frecuencia) y segundos (para la duración). Sin embargo, la notación musical ha relativizado estos parámetros consiguiendo con ello hacerlos independientes de la afinación y del tempo de la obra. Por poner un ejemplo, una corchea no indica un valor fijo de milisegundos, sino que expresa una relación temporal con la negra, cuya duración es expresada por el compositor en términos de número de negras por minuto, o incluso de modo más vago mediante términos como “allegro” o “largo”, etc.

Otro parámetro menos preciso en la notación musical es la intensidad. Esta se expresa mediante expresiones del tipo piano, forte, etc. (de ahí proviene el nombre del instrumento de teclado más popular, el piano, porque al contrario del clave o del órgano, el piano permite tocar con distintos niveles de intensidad). Otras etiquetas, por ejemplo crescendo, pueden indicar variaciones graduales (en el tiempo) de la intensidad.

Pero no quería hablar de estos tres conceptos, sino de otro más misterioso, intangible y menos manipulable —hasta la aparición de la música electrónica a principios del siglo XX y el posterior advenimiento de los sintetizadores en los años 60—: el timbre.

Desde el punto de vista acústico, el timbre se debe a los armónicos, que podríamos definir como vibraciones “secundarias” que se producen en un instrumento al margen de la vibración “fundamental”, que es la que identifica al tono. Es decir, que cuando una cuerda, por ejemplo, vibra a 440 hertzios, lo que produciría la nota conocida como “La” (o “A” en notación anglosajona), aparecen también pequeñas sub-vibraciones en otras frecuencias. Estas “vibraciones secundarias” son diferentes en cada instrumento particular, y motivan que cada instrumento “suene” de diferente manera.

Antes de la música electrónica, el único modo de actuar sobre el timbre de una composición consistía en elegir diferentes instrumentos. Ya en el siglo XX, los compositores comienzan a efectuar modificaciones en algunos instrumentos para alterar el timbre de los mismos, y posteriormente a generar nuevos timbres gracias a la electrónica, utilizada de diversos modos. Estas tendencias alcanzan su apogeo en la década de los 70, con la construcción en masa de sintetizadores (acabo de descubrir al documentarme para este artículo que el diseñador de uno de los más famosos, el Mini Moog, ha fallecido por desgracia este verano).

En esencia, un sintetizador utiliza algún mecanismo analógico o digital para construir los armónicos que deben sonar junto con la frecuencia fundamental, y además este mecanismo es configurable, consiguiéndose de esta manera diferentes timbres según se fijen ciertos parámetros.

Lamentablemente, el sueño de muchos músicos no era la creación de sonidos nuevos, sino disponer de la posibilidad de utilizar instrumentos tradicionales en sus grabaciones sin tener que poseer ni saber tocar estos instrumentos, o bien ahorrarse el dinero de contratar a un instrumentista para realizar la grabación. Y para este propósito se desarrolló a finales de los 70 una técnica alternativa, el muestreo (_sampleo_ es el barbarísmo que se usa en la jerga de los músicos), que es bastante superior a la síntesis para el propósito de imitación de instrumentos tradicionales. Este sistema se basa en “grabar” el sonido que produce el instrumento real para cada nota, de modo que lo que se reproduce posteriormente al pulsar la nota es el sonido previamente grabado.

Pero ¿qué pasó con la creación de nuevos sonidos? Los 80 y los 90 constituyen una época oscura en el terreno de la experimentación tímbrica, a pesar de que disponemos del instrumento más poderoso jamás construido: el ordenador.

En este estado de cosas, el timbre merece una reflexión.


Publicado originariamente en Computación creativa y otros sueños (Libro de Notas) el 25/9/2005