viernes, 27 de septiembre de 2013

Ciencia, paleoinformática y el miedo a volver a aprender

Nuestros cerebros son como líquidos que se van congelando con la edad. Al principio el movimiento es fácil. Cada molécula puede colocarse en cualquier lugar. El aprendizaje es, por tanto, casi inevitable. Cuando el cerebro se ha congelado ya, somos expertos, hacemos muy bien unas pocas cosas. Pero como dijo Frank Lloyd Wright, “un experto es un hombre que ha dejado de pensar: sabe”. Así que nos acostumbramos a no pensar, y no pensar implica no aprender. Con la edad, cuesta mucho “mover” nuestro cerebro a nuevas configuraciones.

Como docente en Ingeniería Informática me encuentro cada día con el hecho de tener que aprender cosas nuevas, y soy consciente de ese muro de desgana que va creciendo con la edad. Y me rebelo.
Ante la necesidad de reaprender, las personas tenemos –independientemente de que el muro que supone ésto sea más alto para unos que para otros– asumimos dos posibles estrategias: la vergüenza y el atrincheramiento.
La vergüenza nos impulsa, a pesar de la pereza, a reciclarnos. Es la vergüenza a no ser buenos profesionales, a que nuestros estudiantes terminen sabiendo más que nosotros, a acabar siendo una pieza de museo. Y el atrincheramiento nos impulsa a buscar excusas para no aprender: mis conocimientos (obsoletos) son importantísimos y siguen vigentes, son fundamentales desde el punto de vista educativo, a mí me contrataron para hacer esto y no tengo por qué hacer aquello, etc.
No hace falta que explique cuál es el más conveniente para la sociedad, ¿verdad? El problema es que el atrincheramiento es una postura sólida y que en muchos casos se automantiene, amparada además por la condición de funcionario. Por ejemplo, en las universidades se lucha hasta la muerte (casi literal) por mantener en los planes de estudio asignaturas que han perdido su razón de ser pero que son de lo que determinado profesor “sabe”. Naturalmente eso en las facultades de Historia, o de Filosofía, no lastra especialmente al sistema. Seguramente en Ciencia más, pero en realidad tampoco demasiado: ¿cuánto ha cambiado en los últimos treinta años lo que un estudiante de Ciencias Físicas tiene que aprender?
Pero en Ingeniería Informática, los conocimientos de hace treinta años son lo que yo denominaría paleoinformática. Muy bonitos como campo histórico de estudio, pero casi absolutamente inútiles en su mayor parte. Lamentablemente, la paleoinformática se impone con frecuencia en el entorno democrático de la universidad, siempre que entre el profesorado predomine el atrincheramiento a la vergüenza.
Nuestros dirigentes, que entienden la Universidad como un todo, promulgan leyes que miden por el mismo rasero a las Facultades de Física que a las de Ingeniería, y esto provoca algunos sinsentidos. Por ejemplo, según los últimos Reales Decretos, los títulos se envían a la ANECA, donde son evaluados, y para modificar cualquier cosa, como añadir una asignatura o cambiar una competencia, deben volver a reevaluarse. ¡Pero en una titulación de informática debería haber cambios todos los años!
En la década de 1990 dediqué bastante tiempo a aprender un lenguaje de programación enormemente curioso llamado RPL (Reverse Polish Lisp)) que servía para programar las calculadoras científicas de gama alta de HP. Era un lenguaje peculiar, muy divertido, con el que, entre otras cosas, estimé las probabilidades de cualquier posible jugada de Mus, lo que realmente no me hizo jugar mejor, creo. Los abanderados del atrincheramiento dirán que algo cambió en mi cerebro que lo hizo diferente, que comprendió nuevas cosas, que ahora es capaz de adoptar nuevos puntos de vista. Seguramente algo de razón tienen, pero ¿justificaría eso que una supuesta asignatura de programación enRPL siguiera impartiéndose en la actualidad?
Hace muchos años que la calculadora yace abandonada en algún cajón, desplazada por las PDA, primero, por los móviles programables en J2ME, después, y por iPhone y Android en la actualidad.
Creo que todos los ingenieros hemos sido en la infancia grandes aficionados a las construcciones de Lego o similares. De hecho, la ingeniería funciona así, uno apila bloques para dar forma a la solución a un problema. Para mí, uno de los síntomas del atrincheramiento de un docente es la afirmación de que los conocimientos que imparte son fundamentales para “formar el cerebro”, independientemente de la importancia de estos bloques constructivos para el diseño de soluciones.
Pero hay más síntomas. Otro muy típico es denostar una tecnología sin haberla usado, pueden verlo casi a diario en muchos usuarios de Windows que jamás han tocado otro sistema operativo, diciendo: “linux es dificilísimo” o “los Apple son carísimos y tienen muy poco software”.
“No aprender” es una tendencia psicológica muy fuerte, y a cualquiera nos puede seducir. Hay que estar en guardia. Vigilar los síntomas. Y consolarse con que el tiempo dedicado a una tecnología obsoleta debió servir, al menos, para cambiar algo en nuestro cerebro, sin caer en la trampa de defender que hay que seguir enseñando eso. Seguro que hay tecnologías más modernas que cambiarán el cerebro igual o mejor que las antiguas. Y encima, al menos durante un tiempo, serán útiles.
La ciencia es constructiva, de modo que una vez se aprende algo, suele servir para siempre. La tecnología, en cambio, no lo es. Por eso es fascinante. Hay que vivir con ello.
Publicado originariamente en Computación creativa y otros sueños (Libro de Notas) el 25/5/2009.