sábado, 28 de septiembre de 2013

Conductor


Quizá fui estudiante en el Campus Sur, quizá repartía el correo, o quizá simplemente pasaba por allí de madrugada, de vuelta a casa tras una noche de diversión. Quizá esa noche conocí a una chica con la que hubiera salido, a la que hubiera contado mis sueños de futuro.
Pero eso fue en los años ochenta, cuando no había M-40, cuando la vía de servicio de la carretera de Valencia tenía dos direcciones, cuando los coches no eran tan seguros.
Y justo hacia el kilómetro 6 mi coche derrapó, perdí el control. O quizá iba en moto y el piso estaba mojado. O pinché y bajé del coche para cambiar la rueda. Cómo saberlo, fue hace tantos años…
Tras ese día, mi madre –porque de eso sí estoy seguro, sólo las madres son capaces de tal tenacidad– siempre dejaba flores en el lugar exacto, atadas a una farola. Día tras día, semana tras semana, mes tras mes, años tras año, lustro tras lustro. Nunca me olvidó, nunca olvidó ese día.
Como en tantos otros lugares, como en tantas otras carreteras, en esa farola acababa mi trayecto, y una nube de tristeza rodeaba el lugar para aquellos que me conocieron. Y a pesar de todo mi madre volvía, cada semana, a dejar esas flores, para recordar.
Pero ese mensaje de amor llegaba a otros. Día tras día, años tras año, un conductor pasaba por allí, veía las flores y pensaba en cuál debía haber sido la historia detrás de ellas. Durante treinta años las vio cada día, y cada vez tuvo un recuerdo para mí, el desconocido que un día frenó para siempre en aquel punto.
Hasta que las flores desaparecieron, bruscamente. Y ahora, cuando pasa, ya no piensa en mí, sino en la madre que mantenía esa ilusión y que sin más remedio habrá terminado sus días y su tarea y su sufrimiento por mí, esa madre que, después de tanto tiempo, descansa.
Publicado originariamente en Computación creativa y otros sueños (Libro de Notas) el 25/12/2012.