viernes, 27 de septiembre de 2013

En Navarra


–Vela o Bra– iba pensando Karen mientras Thomas aceleraba a tumba abierta en dirección a una curva cerradísima de la carretera de Belagua. Increíble este Thomas de apariencia tan tranquila que se metamorfosea al volante. –He ido muy despacio– diría más tarde, ante la asombrada mirada de Julio que, sin conocer la carretera, había sudado lo suyo para no perder de vista el coche de Thomas.
El primer intento fue en coche, sobre un camino encharcado que se estrechaba por momentos –propio de un Land-Rover– dijo Lucía. Julio iba considerando la posibilidad de una lluvia imprevista (no tan imprevista, si se miraba al cielo), consiguiente ablandamiento del terreno y coches embarrancados. Menos mal que con ellos viajaban Franz y Stefan, siempre prestos a empujar si hacía falta.
Thomas, experto conocedor de aquellos lugares, consideró que ese no era el camino que buscaban, porque en el mapa –dijo– era mucho más ancho. Franz imaginó, como en una fotografía, al diseñador de mapas (o topógrafo, ingeniero) calculando cuidadosamente el ancho de plumilla que debía escoger al dibujar el camino que buscaba Thomas.
El segundo intento fue en coche, sobre otro camino que debía estar algo más arriba pero que por lo visto decidió permanecer en el mapa y huir del mundo (siempre es más agradable la existencia utópica, incorpórea, pura forma sin materia, de los mapas: nadie te transita).
Para el tercer intento Thomas y Stefan decidieron ayudarse de la experiencia: consultaron a una pareja de guardias civiles que aparecieron providencialmente en una explanada junto a la carretera: no venían en el mapa (pura materia sin forma, pues). Los guardias, al parecer, confirmaron la primera tesis de Thomas. Por tanto los dos coches volvieron a internarse por el camino estrecho, Lucía volvió a decir lo del Land-Rover, Julio volvió a considerar la posible lluvia imprevista, etc.
A los cien metros era imposible continuar sin un Land-Rover, por lo que abandonaron los coches en un ensanche (es un decir) y continuaron a pie.
El camino era precioso, oscurecido bajo los árboles… ¿Iba al norte? En el norte ya estamos, pensó Julio, y surgió una pequeña controversia sobre este asunto, en la que Thomas apelaba a su memoria, Franz –gran astrónomo (y astrólogo a su pesar)– a la posición del Sol y Stefan, más práctico, al par de brújulas que llevaban en la mochila.
Las brújulas cosa rara, se contradecían una a la otra; a quién se le ocurre llevar dos brújulas –dijo Franz–. Lo verdaderamente grave es que también contradecían al Sol, y esto ya entra en el terreno de la herejía. Decidieron, creo que con acierto, que las brújulas no funcionaban (pura materia con forma equívoca, aunque por lo menos una de ellas también era linterna). Después llegaron a un valle, y la solución a la rebeldía de las brújulas fue preguntar, esta vez a unos vascos –gente rara, tan callada– que preparaban una fogata.
Por fin el mapa fue colocado en la posición correcta y los datos comenzaron a encajar: aquella casa está dibujada aquí, esa montaña es esta montaña. Julio, triturando como siempre el lenguaje, construía frases absurdas con el verbo ser sacado de contexto.
Tomaron un camino que salía del valle formando ángulo recto (o eso decía el mapa) mientras Julio y Thomas lo fotografiaban todo, fosilizando el tiempo, como decía Franz. A Franz y a Lucía les molestaba ese ansia por atrapar el momento; a Lucía porque se retrasaban, a Franz por una especie de angustia metafísica asociada a lo efímero de las cosas. También las motivaciones de Julio y Thomas eran muy diferentes. Mientras que Julio abandonaba sus fotografías una vez reveladas (hasta el punto de que Thomas ya le pedía copias por adelantado), Thomas construía inmensos álbumes que Lucía contemplaba después minuciosamente, tomando el té o contando que conoce una persona que se dedica a hacer fotos segundos antes de realizar los exámenes de oposición, ante lo cual Thomas asentiría con su serenidad habitual.
El camino continuaba atravesando el cauce de un riachuelo y una explanada cargada de pizarra. Stefan preguntaba a Julio de ese modo suyo tan directo sobre poesía, Atahualpa Yupanqui y el trabajo en la Universidad, Franz silvaba John de las calzas verdes, aislado del mundo. Thomas, obviamente, buscaba la montaña que quería trepar, o más bien que quería que todos treparan, aunque Lucía, Karen y Julio no estaban muy por la labor. Karen, en especial, prefería los valles con sus vaquitas de ojos vigilantes.
Como quiera que Thomas no conseguía dar con la montaña en cuestión, acudieron de nuevo al recurso mágico: preguntar. Esta vez acudieron a una casa solitaria que encontraron junto a un campo de ¿cebada? ¿Trigo? Se notaba a la legua que venían de la ciudad. Stefan y Thomas se acercaron al dueño de la propiedad y conversaron largamente, mientras Franz hacía bromas acerca de la supuesta conversación y Karen recordaba el Pascuali que conducía en su pueblo cuando era pequeña, asunto que parecía divertir mucho a Franz.
Lucía rezaba para que Thomas no diera con la temida montaña.
Ya era algo tarde, y pararon a comer. Franz, como siempre, se zampó dos bocadillos a tal velocidad que no cayó en la cuenta de que uno de ellos tenía queso, por suerte descaseinado. Para desgracia de todos salió el arco iris, e Isaac, el físico, no estaba con ellos para poder explicarle a Lucía el fundamento científico del asunto. Julio se esforzó, infructuosamente. Franz se esforzó, infructuosamente. Lucía no quedó convencida, y la verdad es que las explicaciones no fueron muy rigurosas, aunque Julio pretendiera lo contrario; si hubiese venido Isaac, el matemático. De la polémica del arco iris se pasó a la polémica de la Luna, a saber, si la Luna se ve más grande en el horizonte debido a un fenómeno perceptivo (Lucía) o se debe a un fenómeno de refracción de la luz (Franz). Lucía hablaba de fuentes bibliográficas concretas que apoyaban su tesis. Thomas escuchaba atentamente, entristecido por no haber podido trepar.
Después de comer, volvieron por el camino, y Franz, no demasiado convencido por la música escocesa que tanto gustaba a Karen, le prometía una cinta de recopilación de música clásica, como para reconvertirla. Franz es una de esas personas que después de grabar una cinta rompe los discos, por lo que el ofrecimiento deberá ser tomado en su justa medida. Lucía y Thomas recordaban a Ernersto, que no había podido venir al viaje, el pobre, cosas del trabajo. Las vaquitas miraban el grupo alejarse por el camino de pizarra, fijamente, con esos ojos tan tristes…
Llegaron a los coches justo cuando empezaba a llover, y Lucía propuso ir a comer migas a la venta de Juan Pito. El acuerdo fue unánime.
Así pues, de nuevo la carretera, de nuevo Thomas delante, en el deportivo rojo, conduciendo muy despacio, y Julio detrás, apurando las marchas, intentando no perder de vista al grupo de Thomas. Esta vez con Julio van Lucía (que no ha pisado el deportivo rojo en su vida) y Stefan, preguntando a Julio por Atahualpa, Violeta Parra y la estructura poética del universo, todo a la vez y dejando ir las ideas, como en un río desembocando; gran conversador Stefan.
La carretera subía y se enroscaba como un fractal (un poco después Lucía miraría los escasos coches subir renqueantes, perderse hacia la derecha, volver a aparecer reduciendo antes de una curva, fatigados, como si los coches fueran a velocidad constante y fuera el propio tiempo el que fluctuase –modos de ver la física, habría pensado Julio–), y justo en una curva, en el fin del mundo, estaba la venta.
Cerrada, por supuesto.
Cerrada, aunque Thomas se empeñase en que quizá se entraba por un camino inverosímil que salía hacia la izquierda y se internaba de lleno en un bosque.
–Ya que está cerrada, podemos seguir subiendo– dijo Thomas, y siguieron por la carretera serpenteante.
Los militares estaban revueltos. No era frecuente ver a nadie en aquellas alturas, y menos aún a dos chicas. Por eso se acercaban a la valla, silbaban, tocaban la trompeta con dudoso estilo, se sentían seguros tras el uniforme militar, se defendían del ridículo gracias a la conciencia de grupo anónimo.
Los excursionistas los ignoraron ciertamente; de cara al valle miraban la carretera, el río de piedra que entraba por el sur (¿era el sur?). Alucinados reconocían los mismos lugares que habían recorrido por la mañana, lejanos, diminutos: los caminos, la explanada de hierba, la casa de campo, el prado de las vacas, animalillos lánguidos… El pecho se hincha de aire viendo los camiones diminutos atravesando el valle de parte a parte, como insectos ocupados en sus cosas. Llegaba el atardecer y la temperatura de la luz bajaba, pensó Thomas. Todavía subieron un poco más por la carretera, dejaron los coches y se acercaron al borde de la montaña. Por un sendero llegaron al mismo filo, cortado bruscamente.
–Son edelvais –dijo Karen a Franz– una flor mágica. Ernesto, en una profunda siesta, a mil kilómetros de distancia, soñaba con miles de edelvais, con un mar de edelvais que lo cubría y lo transportaba lateralmente en el tiempo. El sonido se fue apagando. A medida que el atardecer avanzaba, las figuras de los excursionistas se ralentizaban, integrándose en la esencia del lugar. Unos miraban al vacío, otros al sol moribundo. Julio apenas alcanzó a decir que ahora serían lo que siempre habían querido, que para qué volver y separarse en Madrid una vez más, mejor allí todos juntos, piedra contra piedra, transfigurados en universo.
Publicado originariamente en Computación creativa y otros sueños (Libro de Notas) el 25/7/2009.