viernes, 27 de septiembre de 2013

Ciencia y revolución industrial, Letras y revolución de la información


Hubo un tiempo en que los científicos eran nobles. No necesitaban cobrar por hacer ciencia, ni creo que nadie hubiera pagado por una actividad tan poco provechosa para hacer dinero.

Si bien este modo de producción científica fue sustentado en la antigüedad por grandes genios, la producción era esporádica y la difusión penosa y aleatoria. La Ciencia evolucionó lenta aunque sistemáticamente a lo largo de muchos siglos, acumulando conocimientos gracias fundamentalmente a su propia naturaleza incremental. En Ciencia todo se construye sobre lo anterior, de ahí la famosa frase de Isaac Newton: “si yo he podido ver más lejos que otros, es por que me he parado sobre los hombros de gigantes”. Si la metodología científica no hubiera sido incremental no creo que hubiéramos levantado un palmo desde el mito y la superstición (aunque a veces parezca que no lo hemos hecho).
Margarita Rivière, en una nota un tanto despectiva, dice que los «fanáticos de la modernidad tecnocrática» que defienden el «todo gratis» «no dicen lo mismo cuando se trata de una lavadora o unas lentejas con chorizo». Sin embargo en la revolución industrial, la locomotora y la máquina de vapor dieron lugar a un abaratamiento inmenso de los productos materiales, que antes se distribuían con animales de carga, y con ello se originó la posibilidad de que el pueblo llano pudiera disfrutar de artículos que antes eran privativos de la nobleza. ¿Por qué no se quiere que la red dé lugar a un abaratamiento de la cultura?
Lamentablemente, como dice Laurence Lessig, las posturas extremistas de unos están generando posturas extremistas en otros. Porque el «todo gratis» es un concepto que han inventado las gestoras de derechos, no los ciudadanos. Lo que es es evidente es que los creadores deben poder vivir de su creación, y el modelo de negocio de Apple o de Amazon (en los que el autor recibe el 70% de las ventas, en lugar del 5-7% que les da la distribución tradicional) demuestra que esto es posible incluso cobrando menos por los bienes culturales. Lo que creo que merece el ciudadano medio es que el enorme abaratamiento de costes que se produce con la distribución digital no revierta en los empresarios, sino en los ciudadanos y los creadores. Los que están sobrando, con perdón, son los animales de carga.
Como decíamos, la locomotora abarató el coste de los productos, aunque los propietarios de los animales de carga tuvieron que dedicarse a otra cosa, al tiempo que surgían nuevos trabajos adaptados a la nueva realidad. Es la historia del mundo: surgen nuevos trabajos, desaparecen otros. Hace años que en mi ciudad desaparecieron las librerías de toda la vida, y lo único que hay ahora son grandes cadenas distribuidoras. Ahora la red ha abaratado la distribución, pero las grandes editoriales se han confabulado para no distribuir por este canal, y las pocas que sí distribuyen, como Editorial Planeta en la appstore, lo hacen solapadamente y al mismo precio que en el libro de papel. Es más, la ley del libro obstaculiza el hacer otra cosa. Muy hispano, sin duda, parafraseando a Rivière.
En el mercado anglosajón, sin embargo, uno no solamente puede comprar cualquier libro que esté en el mercado del papel en su versión digital, y a menor precio, sino que además existe la biblioteca perfecta: se llama Proyecto Gutenberg. Casi todos los libros que han pasado ya al dominio público están disponibles gratuitamente, en múltiples formatos y para cualquier plataforma. Y esta biblioteca ha sido impulsada y potenciada por las propias instituciones públicas, que parece que fuera de España estuvieran dedicadas a promover la cultura. Por otro lado, las empresas privadas están haciendo un esfuerzo enorme para poner en distribución digital los libros con copyright a un precio razonable. La biblioteca expandida ya existe hace tiempo en el mundo anglosajón.
Pero volvamos a la Ciencia. A mediados del siglo XIX el estado se hace cargo paulatinamente de la investigación científica. El científico deja de vivir de otras cosas, como la docencia, o simplemente de ser rico de familia para pasar a vivir de la investigación. España, siempre algo retrasada, se suma a este carro en 1907, con la creación de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, presidida originariamente por Santiago Ramón y Cajal.
Actualmente nadie se hace millonario con la Ciencia, pero mucha gente vive de la producción científica. Y sin embargo es gratis. Los investigadores difunden sus investigaciones sin cobrar copyright para que otros investigadores puedan partir de ellas para obtener nuevo conocimiento. Paga el estado, claro, y no mucho. ¿Podría servir este modelo para el arte?
La producción material, que se abarató enormemente con la revolución industrial, no es gratis o aún más barata porque no hay que pagar sólo el diseño del producto, sino también su fabricación y distribución. Esto con la cultura ya no pasa. Y, aunque parezca sorprendente, la Ciencia Ficción ha especulado sobre esto, ¡y nada menos que en 1958! Estoy hablando de El duplicador de materia, de Ralf Williams, un relato en clave de humor acerca de una hipotética máquina capaz de duplicar objetos sin coste y sus consecuencias sociales inmediatas. Vale la pena leerlo.
Pero ¿es posible una máquina así en el futuro? La respuesta es sí. En “La era del diamante”, de Neal Stephenson, la nanotecnología es una realidad de aplicación cotidiana y todo el mundo tiene en su casa un aparato que, a partir de cuatro líneas de suministro de carbono, hidrógeno, oxígeno y azufre, es capaz de construir prácticamente cualquier objeto. En esa sociedad futura el diamante no vale nada, ya que es una estructura cristalina fácilmente ensamblable mediante nanotecnología –de hecho los cristales de sus ventanas son de diamante, no de vidrio–, y las diferencias sociales se dan entre los que disponen y los que carecen de suministro. ¿Les suena? Es el equivalente a la brecha digital.
Publicado originariamente en Computación creativa y otros sueños (Libro de Notas) el 25/3/2010.