viernes, 27 de septiembre de 2013

El laberinto


Dibujo: Carolina Temprado
No recuerdo a qué edad ingresé en el laberinto. Supongo que antes de empezar a leer, supongo que antes de tener conciencia de mí mismo, qué más da. No recuerdo la vida antes de eso. Quizá todo era un campo llano y abierto, o tal vez no. No sirve de nada pensar en eso.
La única constante en mi vida es este laberinto de altas paredes, sus recovecos, sus habitantes, sus historias, sus especulaciones…
Se dice, por ejemplo, que muta, que no es siempre el mismo. Que los pensamientos de sus habitantes modifican su estructura, pero nadie sabe en qué sentido, si es a mejor o a peor.
Se dice que no todos vemos el mismo laberinto. Que para unos es hermoso y para otros un reto motivador, y que también hay quien se desangra contra sus muros o quien siempre recorre el mismo tramo yendo y viniendo sin atreverse a ir más allá.
Se dice que hay quien puede atravesar sus paredes, con algo de concentración, pero que esto es peligroso, porque detrás del laberinto hay otros laberintos. Y algunos son más angostos que éste, terribles y asfixiantes. Y en ellos las paredes ya no se atraviesan, así que quedas atrapado allí, en un laberinto–cárcel.
Seguramente mi laberinto no es tan malo. Siempre hay compañeros que intentan ayudarte, aunque otros preferirían hundirte, y hay rincones preciosos, juderías, azoteas, plazas.
Pero es un laberinto, y por tanto uno nunca puede llegar exactamente a donde quiere. De hecho, a veces uno llega justo a donde no quería llegar, incluso a lugares terribles, a la cuna del horror. Sea a donde sea que uno llegue, siempre uno puede imaginar lugares peores.
En fin, comencé este texto para contaros las desventuras del laberinto, pero, en realidad, por entre sus altísimos muros, si uno se tumba de noche en el suelo, se ve una estrella.
Publicado originariamente en Computación creativa y otros sueños (Libro de Notas) el 25/12/2010.