viernes, 27 de septiembre de 2013

Renato y el alfiler


Ochenta y cuatro años después de la publicación de el yo y el ello de Sigmund Freud, Renato seguía pensando que toda acción humana tenía un motivo lógico. Para él, el subconsciente no existía. Guiaba su vida bajo la rígida ley de la toma de decisiones con el criterio de máxima racionalidad, sopesando las cosecuencias de cada movimiento, de cada palabra. Estas estimaciones de las consecuencias de sus actos a veces tomaban más tiempo que los actos mismos, de tal modo que los modelos de la realidad que Renato manejaba eran más complejos que la propia realidad.

Renato se movía rigidamente debido a que la mayor parte de sus neuronas motoras se habían reciclado como elementos de cálculo para sus previsiones de acción y las consecuencias de éstas. Para él, la agilidad en los movimientos era prescindible.
Un día fue al cine. En la butaca vacía de al lado encontró un alfiler. Era un adorno feo, como de boda. Dudó un momento si quedárselo o dejarlo, pero al fin y al cabo el alfiler ya se había perdido. Cualquier otro lo encontraría si él no se lo llevaba. Y se lo llevó. Ese fue el principio de una mala época.
¿Por qué mala época? Simplemente porque no podía dejar de pensar en el motivo de su acción. ¿Para qué se había guardado el alfiler? La maraña de razonamientos no le dejaba dormir. Y dormir no era del todo prescindible. Esta obsesión le impedía pensar en las consecuencias de sus otras acciones. Y empezó a cometer errores. Tomó trenes equivocados que lo llevaron muy lejos. Olvidó quién era o dónde estaba.
Un día acabó paseando por un parque de Munich. Al meter una mano en un bolsillo se encontró con el alfiler, que en su larga cadena deductiva había quedado olvidado, y tomó una decisión: tirarlo. Tirarlo, pero ¿dónde? ¿Así, sin más, al borde de un camino? No le pareció elegante. Y entonces vio junto al camino un laberinto de setos, pequeño, circular. –Aquí– pensó. Entró al laberinto


Ver General en un mapa más grande

y con disimulo dejó caer el alfiler, pues no quería que nadie lo encontrara, al menos por el momento.
Bueno, ya estaba hecho. Estaba liberado de su obsesión… O quizá no. Pensó con horror que su problema habría de continuar, porque ahora tenía que explicarse dos hechos: el porqué de la apropiación y el porqué del abandono.
Esquivó estos fantasmas y sonrió. Finalmente había encontrado la causa real de los dos actos: escribir un cuento que contara su aventura. Y publicarlo.

Publicado originariamente en Computación creativa y otros sueños (Libro de Notas) el 25/12/2007.